Me resulta difícil entender
por qué olvidamos que las casas que construimos algún día deberán ser habitadas
por personas. Por qué diseñamos coches con estéticas sorprendentes que sin
embargo tardan años en incorporar elementos de seguridad que ya se saben hoy
salvadores de vidas. Por qué viajamos en compañías aéreas en las que la sonrisa
de su personal se ha de pagar aparte como un plus, cuyos aviones albergan
espacios imposibles para pasajeros de alturas más que normales. Por qué cuando
comemos en restaurantes medio vacíos pedimos la mesa junto a la ventana, no se
nos concede porque es para cuatro y nosotros sólo somos dos. Por qué tenemos
que escuchar a nuestro médico dándonos un diagnóstico que sólo entendemos con
claridad cuando nos dice textualmente y de forma desnuda que nos quedan dos
semanas de vida. Por qué siempre es la otra ventanilla. Por qué nos obligan a
firmar contratos en los que todo es letra pequeña. ¿Por qué? ¿Pero de qué va
todo ésto?
Es curioso cuánto podemos
llegar a transformarnos cuando nos ponemos una bata, un uniforme o una corbata.
En qué momento dejamos de ser personas para pasar a interpretar un roll. Soy
incapaz de detectar el momento en que mis hijos, con un excelente
comportamiento en clase según sus profesores, experimentan (sufrimos su madre y
yo) su gran transformación del colegio a casa. ¡¡¡Y sólo son tres manzanas!!!.
Es sorprendente lo poco
conscientes que somos de cómo nuestro comportamiento está influyendo en el
resto de compañeros de trabajo, de empleados y colaboradores, de nuestros
proveedores y por supuesto de nuestros clientes que, no olvidemos, son todos
ellos. Y de cómo estas actitudes, al final, y por encima del producto que
vendamos o del servicio que prestemos, determinan la construcción de nuestra
marca y acaban definiendo la percepción que el consumidor tiene de la misma. ¿A
qué estamos jugando?
Lo más inaudito de todo es
que muchas empresas o instituciones, no sólo hacen oídos sordos de estas
situaciones sino que acaban alentándolas bajo el paraguas de una cultura empresarial
para la cual lo único que vale es el resultado a corto plazo. Empresas que
crean marcas que cada día se ven más despojadas de rasgos de humanidad,
carentes por tanto de afecto y sobre todo de comprensión hacia los demás,
empezando por sus empleados y acabando por sus clientes.
Marcas apáticas, incapaces
de aprender y de comprender el punto de vista de sus clientes, de conectar con ellos,
de responder adecuadamente a sus necesidades (más allá de la funcionalidad que
el producto le proporciona), escuchar sus ideas y compartir sus pensamientos y
sentimientos.
Se empeñan hasta la camisa
en la búsqueda de la diferenciación, ya sea en las funciones del producto, en
la logística y localización de los mismos, en su presentación o en su
comunicación. Una diferenciación tan llena de matices que el consumidor ni
busca ni es capaz de percibir y que en una gran mayoría de ocasiones llega a
frustrarse en el momento de la verdad, arrojándole a una mayor promiscuidad e
infidelidad en su comportamiento de compra.
Una actitud de consumo cada
vez más basada en los atributos racionales a los que se ven empujados y por
tanto decidiendo simplemente por el precio o por lo que un participante en un
foro de Internet, al que no conoce personalmente, le recomienda.
Vivimos en una sociedad cada
vez más volátil, efímera, en la que todo tiene una fecha de caducidad, en la
que todo es exprés, y a la que muchas marcas prefieren satisfacer en busca de
un cortoplacismo más barato, sin esfuerzos y sin inversiones en compromisos que
no piensan en cumplir.
Y precisamente por eso
tienen miedo de perder clientes. Saben que su relación con ellos no está basada
en el compromiso, no se sustenta en el respeto a la persona que está detrás de
ese cliente, en provocar un diálogo bidireccional y a la misma altura, en
conectar con la realidad que éstas tienen en su vida cotidiana y diaria.
Son, en muchos casos, marcas
que utilizan su tamaño para imponer pero que han carecido de la habilidad, el
interés o la humildad necesaria para ponerse en la piel de su cliente (o su
empleado) y generar el engagement suficiente para crecer o incluso para
sobrevivir. ¿Por qué la experiencia de compra de estas marcas no resiste la más
leve presión? ¿Por qué siempre se resiente en su eslabón más débil, el más descuidado,
el artífice en el fondo de su fracaso o de su éxito, es decir, su propio
personal? La orientación al cliente ya no es un valor añadido aunque para éstas
si suponga un esfuerzo adicional; la orientación a las personas no puede ser
una opción.
Como decíamos, son
cortoplacistas, incapaces de ponerse en los zapatos de sus empleados y
colaboradores, de escuchar o leer nada más que el dato que sale de su Excel, egoístas
y que no creen en la relación y en la formación de su talento y que, por tanto,
no asumen la empatía como un rasgo de su marca que ha de ser proyectada desde
dentro.
Empresas que en casos
extremos como los ocurridos en algunas empresas en Francia, han llegado a
escandalizar al mundo por el alto número de suicidios de sus empleados ante la
presión a la que eran sometidos. Y que en vez de invertir en cómo atajar el
origen han puesto en marcha programas que intentaban prevenir el fin, los
suicidios.
Respeto, escucha,
transparencia, coherencia, consistencia, diálogo, comprensión, solidaridad, son
sólo algunos de los rasgos que buscamos en una empresa para trabajar. Son sólo
algunos de los atributos que exigimos a una marca para que realmente pueda
llegar a formar parte de nuestra vida.
Si las marcas son un espejo
en el que el consumidor busca el reflejo de unos valores con los que
identificarse y en los que se ha visto retratada la “evolución” de la sociedad,
muchas de ellas empiezan a correr grandes riesgos de supervivencia a medio
plazo.
En el fondo, les pasa lo que
a muchas personas cuando nos miramos a ese espejo que nos devuelve una imagen
con interferencias entre lo que pensamos y lo que realmente hacemos. Nos
enfrentamos a un vacío existencial que nos lleva a apostar más por tener que
por ser, a responder al cortoplacismo en el que nos encontramos inmersos, antes
que a construir la relación basada en la comprensión de quienes nos rodean, a
la fractura entre las expectativas que nos creamos y que generamos y la
realidad que percibimos y que creamos. Una realidad cada vez más alejada del
ideal que buscamos, de lo que somos y de lo que creemos.
¿Las empresas que olvidan
que tanto detrás como delante de las marcas, lo único que hay son personas, cuánto
tardarán en desaparecer? ¿Cuántas de las marcas de éxito actuales no existirán
dentro de diez años? ¿Por qué muchas de estas marcas acabarán suicidándose
dejando éste como único rasgo de su humanidad?
Sebastián Fernández de Lara
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