Wednesday, 14 November 2012

Por qué se suicidan las marcas


Me resulta difícil entender por qué olvidamos que las casas que construimos algún día deberán ser habitadas por personas. Por qué diseñamos coches con estéticas sorprendentes que sin embargo tardan años en incorporar elementos de seguridad que ya se saben hoy salvadores de vidas. Por qué viajamos en compañías aéreas en las que la sonrisa de su personal se ha de pagar aparte como un plus, cuyos aviones albergan espacios imposibles para pasajeros de alturas más que normales. Por qué cuando comemos en restaurantes medio vacíos pedimos la mesa junto a la ventana, no se nos concede porque es para cuatro y nosotros sólo somos dos. Por qué tenemos que escuchar a nuestro médico dándonos un diagnóstico que sólo entendemos con claridad cuando nos dice textualmente y de forma desnuda que nos quedan dos semanas de vida. Por qué siempre es la otra ventanilla. Por qué nos obligan a firmar contratos en los que todo es letra pequeña. ¿Por qué? ¿Pero de qué va todo ésto?

Es curioso cuánto podemos llegar a transformarnos cuando nos ponemos una bata, un uniforme o una corbata. En qué momento dejamos de ser personas para pasar a interpretar un roll. Soy incapaz de detectar el momento en que mis hijos, con un excelente comportamiento en clase según sus profesores, experimentan (sufrimos su madre y yo) su gran transformación del colegio a casa. ¡¡¡Y sólo son tres manzanas!!!.

Es sorprendente lo poco conscientes que somos de cómo nuestro comportamiento está influyendo en el resto de compañeros de trabajo, de empleados y colaboradores, de nuestros proveedores y por supuesto de nuestros clientes que, no olvidemos, son todos ellos. Y de cómo estas actitudes, al final, y por encima del producto que vendamos o del servicio que prestemos, determinan la construcción de nuestra marca y acaban definiendo la percepción que el consumidor tiene de la misma. ¿A qué estamos jugando?

Lo más inaudito de todo es que muchas empresas o instituciones, no sólo hacen oídos sordos de estas situaciones sino que acaban alentándolas bajo el paraguas de una cultura empresarial para la cual lo único que vale es el resultado a corto plazo. Empresas que crean marcas que cada día se ven más despojadas de rasgos de humanidad, carentes por tanto de afecto y sobre todo de comprensión hacia los demás, empezando por sus empleados y acabando por sus clientes.

Marcas apáticas, incapaces de aprender y de comprender el punto de vista de sus clientes, de conectar con ellos, de responder adecuadamente a sus necesidades (más allá de la funcionalidad que el producto le proporciona), escuchar sus ideas y compartir sus pensamientos y sentimientos.

Se empeñan hasta la camisa en la búsqueda de la diferenciación, ya sea en las funciones del producto, en la logística y localización de los mismos, en su presentación o en su comunicación. Una diferenciación tan llena de matices que el consumidor ni busca ni es capaz de percibir y que en una gran mayoría de ocasiones llega a frustrarse en el momento de la verdad, arrojándole a una mayor promiscuidad e infidelidad en su comportamiento de compra.

Una actitud de consumo cada vez más basada en los atributos racionales a los que se ven empujados y por tanto decidiendo simplemente por el precio o por lo que un participante en un foro de Internet, al que no conoce personalmente, le recomienda.

Vivimos en una sociedad cada vez más volátil, efímera, en la que todo tiene una fecha de caducidad, en la que todo es exprés, y a la que muchas marcas prefieren satisfacer en busca de un cortoplacismo más barato, sin esfuerzos y sin inversiones en compromisos que no piensan en cumplir.

Y precisamente por eso tienen miedo de perder clientes. Saben que su relación con ellos no está basada en el compromiso, no se sustenta en el respeto a la persona que está detrás de ese cliente, en provocar un diálogo bidireccional y a la misma altura, en conectar con la realidad que éstas tienen en su vida cotidiana y diaria.

Son, en muchos casos, marcas que utilizan su tamaño para imponer pero que han carecido de la habilidad, el interés o la humildad necesaria para ponerse en la piel de su cliente (o su empleado) y generar el engagement suficiente para crecer o incluso para sobrevivir. ¿Por qué la experiencia de compra de estas marcas no resiste la más leve presión? ¿Por qué siempre se resiente en su eslabón más débil, el más descuidado, el artífice en el fondo de su fracaso o de su éxito, es decir, su propio personal? La orientación al cliente ya no es un valor añadido aunque para éstas si suponga un esfuerzo adicional; la orientación a las personas no puede ser una opción.

Como decíamos, son cortoplacistas, incapaces de ponerse en los zapatos de sus empleados y colaboradores, de escuchar o leer nada más que el dato que sale de su Excel, egoístas y que no creen en la relación y en la formación de su talento y que, por tanto, no asumen la empatía como un rasgo de su marca que ha de ser proyectada desde dentro.

Empresas que en casos extremos como los ocurridos en algunas empresas en Francia, han llegado a escandalizar al mundo por el alto número de suicidios de sus empleados ante la presión a la que eran sometidos. Y que en vez de invertir en cómo atajar el origen han puesto en marcha programas que intentaban prevenir el fin, los suicidios.

Respeto, escucha, transparencia, coherencia, consistencia, diálogo, comprensión, solidaridad, son sólo algunos de los rasgos que buscamos en una empresa para trabajar. Son sólo algunos de los atributos que exigimos a una marca para que realmente pueda llegar a formar parte de nuestra vida.

Si las marcas son un espejo en el que el consumidor busca el reflejo de unos valores con los que identificarse y en los que se ha visto retratada la “evolución” de la sociedad, muchas de ellas empiezan a correr grandes riesgos de supervivencia a medio plazo.

En el fondo, les pasa lo que a muchas personas cuando nos miramos a ese espejo que nos devuelve una imagen con interferencias entre lo que pensamos y lo que realmente hacemos. Nos enfrentamos a un vacío existencial que nos lleva a apostar más por tener que por ser, a responder al cortoplacismo en el que nos encontramos inmersos, antes que a construir la relación basada en la comprensión de quienes nos rodean, a la fractura entre las expectativas que nos creamos y que generamos y la realidad que percibimos y que creamos. Una realidad cada vez más alejada del ideal que buscamos, de lo que somos y de lo que creemos.

¿Las empresas que olvidan que tanto detrás como delante de las marcas, lo único que hay son personas, cuánto tardarán en desaparecer? ¿Cuántas de las marcas de éxito actuales no existirán dentro de diez años? ¿Por qué muchas de estas marcas acabarán suicidándose dejando éste como único rasgo de su humanidad?



Sebastián Fernández de Lara

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