Cuando compramos un teléfono
móvil, coche o lavadora, esperamos poder hablar por teléfono, desplazarnos de
un punto a otro, o lavar 6 Kg.
de ropa.
La mayoría de nosotros, no
sabemos de informática ni mecánica ni electrónica, y probablemente ni siquiera
nos interese así que, lejos de querer informarnos acerca de las entrañas de
tales inventos, sí necesitamos que el dependiente que nos atienda nos “prometa”
cierta garantía de coherencia en su funcionamiento.
Necesitamos saber que, en
condiciones óptimas, nuestro ordenador o lavadora funcionará de una determinada
manera y no de otra. ¿Qué ocurre cuando alguno de estos aparatos rompe esa
coherencia y empieza a “comportarse” de manera extraña? Lo primero que se nos
suele pasar por la cabeza es “se ha estropeado” y seguidamente llamamos a un
mecánico, un electricista, o un informático para que lo arregle.
Hace un par de meses la pantalla
de mi ordenador empezó a fallar o, por lo menos, a comportarse de una manera
diferente a como lo venía haciendo hasta el momento. Sinceramente, creo que
podría hablar con mucha mayor fluidez acerca de las costumbres sociales del
Paleolítico Inferior que de informática y, sin embargo, hasta yo me di cuenta
de que algo estaba fallando. En el taller al que me dirigí para que me
solucionasen el problema, un señor muy amable me explicó que lo que ocurría era
algo sin importancia y me lo arreglarían en, apenas, cuatro días.
A simple vista, mi portátil estaba
exactamente igual que siempre: seguía siendo de color blanco, no tenía ni un
solo rasguño, el teclado tenía todas las letras, la batería estaba
completamente nueva, la conexión a Internet funcionaba perfectamente, etc. Todo
estaba en orden menos ese pequeño daño o cortocircuito que se había producido. Si,
era un fallo simple, sin embargo, suficiente como para que mi ordenador dejase
de funcionar.
¿Por qué sin ser mecánicos,
ingenieros, o electricistas podemos intuir que algo está fallando en nuestro ordenador?
Pues, no porque tengamos rayos equis en los ojos y podamos detectar a simple
vista que hay un virus de sobreescritura en nuestro software sino porque, de
repente, el funcionamiento de nuestro Macbook
Air rompe la coherencia que mantenía hasta el momento y según la cual debía
funcionar.
Sin ser conscientes de ello,
tenemos absolutamente incrustada la idea de que, para que algo funcione, hasta
el más mísero cable tiene que estar en la posición adecuada haciendo contacto
con el elemento correspondiente porque, el mínimo corte, cortocircuito o fallo
hace que un robot que antes era capaz de hacernos unos huevos poché por la mañana, ahora no pueda ni caminar dos metros.
La armonía y conexión entre todas
las partes es, inevitablemente, necesaria. Parece lógico, ¿no? Bueno pues, por
lo visto no. Esto que tan obvio nos resulta en un frigorífico o secador del
pelo, es impensable e invisible cuando de nosotros mismos se trata.
Imaginemos una escena muy clásica
en la que una pareja que se dispone a salir ella
pregunta si le gusta cómo se ha vestido a
lo que él le da su rotunda aprobación de una forma adecuada y complaciente.
Tras esta respuesta, ella se mete de un portazo en el coche y va callada
durante todo el trayecto hacia el restaurante hasta que se enzarzan en una
discusión interminable. En este punto deberíamos preguntarnos ¿qué ha fallado?,
¿a caso él le dio una mala contestación?...Es obvio que no así que, para
entenderlo tendremos que pensar en más elementos que se pusieron en juego durante el encuentro: ¿qué tono de voz utilizó él?, ¿qué
postura corporal tenía?, ¿estaba mirando a su Black Berry mientras se lo decía?,
¿celebraban algo especial? Y un millón de etcéteras
más.
Somos personas, así que, no somos
seres racionales, ni emocionales, ni capaces de sentir dolor cuando nos dan un pisotón.
Somos todo eso al mismo tiempo y cuando en una interacción, por muy simple que parezca, se tacha una sola de esas tres
dimensiones (cognitiva, emocional y sensitiva, respectivamente), se rompe la
coherencia. ¿Cuál es la consecuencia de esto? La misma que se daría en
cualquier otra “máquina”: emitimos una respuesta ilógica o impredecible a los
ojos del que produjo el cortocircuito. Realmente,
cuando nos giramos a la derecha para pedir a nuestro compañero que nos eche una
mano, o respondemos una duda de un cliente, ¿cuesta tanto mantener la
coherencia y unión entre esos ejes que nos definen como seres humanos? Por
tanto, resulta lógico pensar que por mucho que informemos al consumidor de las
ventajas que obtendrá al comprar nuestro nuevo lavavajillas transportable, si sólo le enseñamos la caja de dicho
electrodoméstico y lo hacemos sentados en una silla mientras bostezamos,
terminará cruzando a la tienda de enfrente
Determinadas marcas, empresas,
altos directivos..., no entienden el comportamiento de sus clientes o socios. “¿Por qué me cuesta tanto fidelizar al
consumidor?”, “¿Cómo es posible que
en los estudios de satisfacción salgamos tan mal parados?”. Nadie pone en
duda la veracidad y profesionalidad de sus esfuerzos por continuar mejorando y
atender las demandas de cada uno de sus stakeholders. Entonces, ¿dónde está el
fallo? Probablemente, estemos obviando algo mucho más básico…
No son los consumidores, ni los
clientes, ni los socios, ni el personal de limpieza de las empresas, los que
estén demandando algo extraño al manifestar su insatisfacción. Todos y cada uno
de nosotros en cualquier encuentro, ya sea comercial o personal, no esperamos
ser tratados de forma especial ni idolatrante, sólo pedimos sentirnos atendidos
y que nos tengan en cuenta con todo lo que ello implica. Para esto, como
empresas no podemos amputar, negar u olvidar ninguna de las tres dimensiones
que nombrábamos dos párrafos más arriba porque, de hecho, es la combinación de
las tres la que nos hace ser lo que somos: personas.
Reuniones de socios, conferencias
de coaching, congresos con los
grandes gurús del Marketing, etc. Multitud de actos y eventos para tratar de
hallar y definir nuevas estrategias empresariales que empujen a las compañías
al éxito casi rotundo en el mercado pero, es curioso ver cómo, cuando
elaboramos todas estas teorías en las que jugamos a ser Philip Kotler, nos
olvidamos de lo más obvio.
Es una ironía pensar que lo que,
en teoría, nos viene de serie sea lo que más nos cueste poner en práctica.
Nadie nace sabiendo analizar una cuenta de resultados, ni realizar un Plan de
Comunicación y a pesar de esto, llegamos a hacernos auténticos expertos en tales
competencias. Sí, tenemos esa capacidad pero, ¿qué es de aquello en lo que, por
naturaleza, somos “profesionales”?, ¿qué hay de esos rasgos que revelan y
refuerzan nuestra esencia?
Cuando nace un bebé, una de las
cosas que más nos impactan es su mirada; al entrar en una tienda, lo primero
que hacemos es tocar algún producto; cuando salimos de un ascensor valoramos
que la persona que entra nos de los buenos días con una sonrisa en la cara; y
nos fastidia que nuestro jefe no se sepa nuestro nombre. Todo esto parece muy
básico y, de hecho, lo es aunque no nos confundamos: “básico” no significa poco
importante sino todo lo contrario. La Real Academia Española nos define “básico” como “perteneciente o relativo a la base o bases
sobre que se sustenta algo, fundamental” y aquí está la clave. No podemos
pretender que nuestra imagen de marca crezca, ni que nuestra relación con los
consumidores sea cada vez mejor si no tenemos en cuenta lo más básico, es
decir, aquello que permite que el resto de acciones de marketing tengan sentido
y que constituye su principal engranaje.
Aquí, alzo la voz para pedir,
simplemente, coherencia. Por favor, no perdamos de vista quiénes somos como
empresas ni quiénes son nuestros clientes porque, de hecho, somos la misma
“cosa”. Personalmente, no acabo de comprender por qué pensamos que tratar con
clientes, consumidores, proveedores o socios es algo distinto a cuando el
interlocutor es un amigo, o un hijo. Lo cierto es que, somos lo que somos en
todas y cada una de las cosas que hacemos. Nuestra naturaleza no varía por el
mero hecho de que estemos vestidos de traje y corbata o con ropa de deporte así
que, me parece absurdo que nos extrañemos cuando un cliente pide la hoja de
reclamación, y sin embargo, cuando llegamos a casa y damos una mala
contestación a nuestra pareja somos capaces de pedir perdón.
Por todo esto, no parece tener
mucho sentido realizar inversiones desorbitadas en una
caja interactiva que se abre con un mando a distancia y te acerca los zapatos a
los mismísimos pies de la cama mientras emite el último hit de Rihanna, si lo
hacemos sin a penas mirar a los ojos al consumidor porque ¿qué sentido tiene
esto?, ¿a caso no es eso un cortocircuito?, ¿deberíamos extrañarnos si este
consumidor no vuelve nunca más a nuestra tienda? En mi opinión, la respuesta a
esta última pregunta es un “no” rotundo ya que, sería como pretender que cualquier
máquina respondiese a nuestras demandas con sólo parte de las piezas y sistemas
que la componen, o sin soldar los cables que se chamuscaron al saltar los
plomos del cuadro de mandos.
En fin…parece que ya es hora de
asumir que con un cortocircuito en el “sistema”, ni siquiera el iPhone-17s funcionaría.
Celia Fernández-Carnicero