Thursday 26 July 2012

"¡SOS! Un cortocircuito en el sistema"


Cuando compramos un teléfono móvil, coche o lavadora, esperamos poder hablar por teléfono, desplazarnos de un punto a otro, o lavar 6 Kg. de ropa.

La mayoría de nosotros, no sabemos de informática ni mecánica ni electrónica, y probablemente ni siquiera nos interese así que, lejos de querer informarnos acerca de las entrañas de tales inventos, sí necesitamos que el dependiente que nos atienda nos “prometa” cierta garantía de coherencia en su funcionamiento.

Necesitamos saber que, en condiciones óptimas, nuestro ordenador o lavadora funcionará de una determinada manera y no de otra. ¿Qué ocurre cuando alguno de estos aparatos rompe esa coherencia y empieza a “comportarse” de manera extraña? Lo primero que se nos suele pasar por la cabeza es “se ha estropeado” y seguidamente llamamos a un mecánico, un electricista, o un informático para que lo arregle.

Hace un par de meses la pantalla de mi ordenador empezó a fallar o, por lo menos, a comportarse de una manera diferente a como lo venía haciendo hasta el momento. Sinceramente, creo que podría hablar con mucha mayor fluidez acerca de las costumbres sociales del Paleolítico Inferior que de informática y, sin embargo, hasta yo me di cuenta de que algo estaba fallando. En el taller al que me dirigí para que me solucionasen el problema, un señor muy amable me explicó que lo que ocurría era algo sin importancia y me lo arreglarían en, apenas, cuatro días.
A simple vista, mi portátil estaba exactamente igual que siempre: seguía siendo de color blanco, no tenía ni un solo rasguño, el teclado tenía todas las letras, la batería estaba completamente nueva, la conexión a Internet funcionaba perfectamente, etc. Todo estaba en orden menos ese pequeño daño o cortocircuito que se había producido. Si, era un fallo simple, sin embargo, suficiente como para que mi ordenador dejase de funcionar. 

¿Por qué sin ser mecánicos, ingenieros, o electricistas podemos intuir que algo está fallando en nuestro ordenador? Pues, no porque tengamos rayos equis en los ojos y podamos detectar a simple vista que hay un virus de sobreescritura en nuestro software sino porque, de repente, el funcionamiento de nuestro Macbook Air rompe la coherencia que mantenía hasta el momento y según la cual debía funcionar.

Sin ser conscientes de ello, tenemos absolutamente incrustada la idea de que, para que algo funcione, hasta el más mísero cable tiene que estar en la posición adecuada haciendo contacto con el elemento correspondiente porque, el mínimo corte, cortocircuito o fallo hace que un robot que antes era capaz de hacernos unos huevos poché por la mañana, ahora no pueda ni caminar dos metros.

La armonía y conexión entre todas las partes es, inevitablemente, necesaria. Parece lógico, ¿no? Bueno pues, por lo visto no. Esto que tan obvio nos resulta en un frigorífico o secador del pelo, es impensable e invisible cuando de nosotros mismos se trata.

Imaginemos una escena muy clásica en la que una pareja que se dispone a salir ella pregunta si le gusta cómo se ha vestido a lo que él le da su rotunda aprobación de una forma adecuada y complaciente. Tras esta respuesta, ella se mete de un portazo en el coche y va callada durante todo el trayecto hacia el restaurante hasta que se enzarzan en una discusión interminable. En este punto deberíamos preguntarnos ¿qué ha fallado?, ¿a caso él le dio una mala contestación?...Es obvio que no así que, para entenderlo tendremos que pensar en más elementos que se pusieron en juego durante el encuentro: ¿qué tono de voz utilizó él?, ¿qué postura corporal tenía?, ¿estaba mirando a su Black Berry mientras se lo decía?, ¿celebraban algo especial? Y un millón de etcéteras más.

Somos personas, así que, no somos seres racionales, ni emocionales, ni capaces de sentir dolor cuando nos dan un pisotón. Somos todo eso al mismo tiempo y cuando en una interacción, por muy simple que parezca, se tacha una sola de esas tres dimensiones (cognitiva, emocional y sensitiva, respectivamente), se rompe la coherencia. ¿Cuál es la consecuencia de esto? La misma que se daría en cualquier otra “máquina”: emitimos una respuesta ilógica o impredecible a los ojos del que produjo el cortocircuito. Realmente, cuando nos giramos a la derecha para pedir a nuestro compañero que nos eche una mano, o respondemos una duda de un cliente, ¿cuesta tanto mantener la coherencia y unión entre esos ejes que nos definen como seres humanos? Por tanto, resulta lógico pensar que por mucho que informemos al consumidor de las ventajas que obtendrá al comprar nuestro nuevo lavavajillas transportable, si sólo le enseñamos la caja de dicho electrodoméstico y lo hacemos sentados en una silla mientras bostezamos, terminará cruzando a la tienda de enfrente

Determinadas marcas, empresas, altos directivos..., no entienden el comportamiento de sus clientes o socios. “¿Por qué me cuesta tanto fidelizar al consumidor?”, “¿Cómo es posible que en los estudios de satisfacción salgamos tan mal parados?”. Nadie pone en duda la veracidad y profesionalidad de sus esfuerzos por continuar mejorando y atender las demandas de cada uno de sus stakeholders. Entonces, ¿dónde está el fallo? Probablemente, estemos obviando algo mucho más básico…

No son los consumidores, ni los clientes, ni los socios, ni el personal de limpieza de las empresas, los que estén demandando algo extraño al manifestar su insatisfacción. Todos y cada uno de nosotros en cualquier encuentro, ya sea comercial o personal, no esperamos ser tratados de forma especial ni idolatrante, sólo pedimos sentirnos atendidos y que nos tengan en cuenta con todo lo que ello implica. Para esto, como empresas no podemos amputar, negar u olvidar ninguna de las tres dimensiones que nombrábamos dos párrafos más arriba porque, de hecho, es la combinación de las tres la que nos hace ser lo que somos: personas.

Reuniones de socios, conferencias de coaching, congresos con los grandes gurús del Marketing, etc. Multitud de actos y eventos para tratar de hallar y definir nuevas estrategias empresariales que empujen a las compañías al éxito casi rotundo en el mercado pero, es curioso ver cómo, cuando elaboramos todas estas teorías en las que jugamos a ser Philip Kotler, nos olvidamos de lo más obvio.

Es una ironía pensar que lo que, en teoría, nos viene de serie sea lo que más nos cueste poner en práctica. Nadie nace sabiendo analizar una cuenta de resultados, ni realizar un Plan de Comunicación y a pesar de esto, llegamos a hacernos auténticos expertos en tales competencias. Sí, tenemos esa capacidad pero, ¿qué es de aquello en lo que, por naturaleza, somos “profesionales”?, ¿qué hay de esos rasgos que revelan y refuerzan nuestra esencia?

Cuando nace un bebé, una de las cosas que más nos impactan es su mirada; al entrar en una tienda, lo primero que hacemos es tocar algún producto; cuando salimos de un ascensor valoramos que la persona que entra nos de los buenos días con una sonrisa en la cara; y nos fastidia que nuestro jefe no se sepa nuestro nombre. Todo esto parece muy básico y, de hecho, lo es aunque no nos confundamos: “básico” no significa poco importante sino todo lo contrario. La Real Academia Española nos define “básico” como “perteneciente o relativo a la base o bases sobre que se sustenta algo, fundamental” y aquí está la clave. No podemos pretender que nuestra imagen de marca crezca, ni que nuestra relación con los consumidores sea cada vez mejor si no tenemos en cuenta lo más básico, es decir, aquello que permite que el resto de acciones de marketing tengan sentido y que constituye su principal engranaje.

Aquí, alzo la voz para pedir, simplemente, coherencia. Por favor, no perdamos de vista quiénes somos como empresas ni quiénes son nuestros clientes porque, de hecho, somos la misma “cosa”. Personalmente, no acabo de comprender por qué pensamos que tratar con clientes, consumidores, proveedores o socios es algo distinto a cuando el interlocutor es un amigo, o un hijo. Lo cierto es que, somos lo que somos en todas y cada una de las cosas que hacemos. Nuestra naturaleza no varía por el mero hecho de que estemos vestidos de traje y corbata o con ropa de deporte así que, me parece absurdo que nos extrañemos cuando un cliente pide la hoja de reclamación, y sin embargo, cuando llegamos a casa y damos una mala contestación a nuestra pareja somos capaces de pedir perdón.

Por todo esto, no parece tener mucho sentido realizar inversiones desorbitadas en una caja interactiva que se abre con un mando a distancia y te acerca los zapatos a los mismísimos pies de la cama mientras emite el último hit de Rihanna, si lo hacemos sin a penas mirar a los ojos al consumidor porque ¿qué sentido tiene esto?, ¿a caso no es eso un cortocircuito?, ¿deberíamos extrañarnos si este consumidor no vuelve nunca más a nuestra tienda? En mi opinión, la respuesta a esta última pregunta es un “no” rotundo ya que, sería como pretender que cualquier máquina respondiese a nuestras demandas con sólo parte de las piezas y sistemas que la componen, o sin soldar los cables que se chamuscaron al saltar los plomos del cuadro de mandos. 


En fin…parece que ya es hora de asumir que con un cortocircuito en el “sistema”, ni siquiera el iPhone-17s funcionaría.


Celia Fernández-Carnicero